25 de noviembre de 2020
¿Debería haberles advertido?
¿Acaso ha sido mi culpa?
¿Podría haberles advertido?
¿Debería haberles advertido?
Pongámonos en situación. Hora punta, en la acera delante del Reina Sofía. La estación de Atocha está en frente. Me encuentro en el paso de peatón, atento al semáforo, esperando a que se ponga en verde para cruzar al otro lado.
Entre la multitud, vislumbro a dos figuras: a mi derecha, un hombre treintañero que se acerca lentamente, sus ojos pegados al móvil que tiene en la mano. A mi izquierda, otro tipo un poco más mayor, quizá ya cuarentón, también absorto en la pantallita que sostienen sus dedos. Avanza al mismo paso lento que el otro.
Ambos tienen barba y llevan el mismo uniforme modernete, cool e informal, con vaqueros estilosamente desgastados y sudadera. Lo único que les diferencia es el color de dicha sudadera: el de la derecha, azul, mientras que el de la izquierda viste una de rojo.
Como tirados por un mismo hilo invisible, cada uno desde su extremo de la acera, sin mirar apenas a su alrededor, caminan en línea recta al mismo ritmo hacia el centro. Yo estoy en el medio del hilo, en un punto equidistante entre los dos, viendo cómo se aproximan los hombres desde ambos lados.
El encuentro del uno con el otro -y conmigo- es inminente.
Observo con asombro como la gente, callada, se aparta de su camino sin protestar. Mientras, nuestros protagonistas avanzan, uno desde la derecha, el otro desde la izquierda, totalmente inconscientes de su poder a lo Moisés, como si partiesen el Mar Rojo en dos.
Como un Moisés gilipollas que ha sustituido la característica vara en la mano por un móvil.
El S. Azul está ya a cinco metros de mí. El S. Roja, también. Falta poco hasta el topetazo.
Me fijo en el S. Azul. Parece enfadado, sus dedos tecleando a toda hostia en la pantalla. Furioso, incluso. Seguro que se ha reñido con la novia -no con su mujer, pues no tiene pinta de estar casado, más bien tiene cara de mujeriego creído- por haberse liado de cañas con sus colegas anoche.
Giro la cabeza. S. Roja sonríe para sí mismo, su mirada centrada en el dispositivo. Parece que se ha teñido las canas hace poco. Probablemente esté jugando a Candy Crush, pensará que todavía está de moda. Habrá ganado esta ronda o pasado de nivel o ganado más puntos o cómo coño se juegue.Los dos están ya a un metro, absortos cada uno en sus asuntos. Solo yo puedo evitar el choque.
¿Qué hago?¿Doy la alarma, les aviso, les digo que–?
No.
Me limito, sencillamente, a dar un paso atrás, fuera del hilo invisible.
Lo que tiene que ocurrir, ocurrirá.
Y entonces, ocurre.
Los dos móviles por los aires, insultos a grito pelado, un batiburrillo de tela roja y azul, increpaciones (¡imbécil, mira por dónde vas! ¡imbécil tú! ¡me cago en…!), negándose los dos a asumir su culpa en el tema.
El semáforo cambia de color y sigo mi camino, mientras continúan sus berreos a mis espaldas. Cada uno indignado, cada uno acusándole al otro.
Lo que no saben es que la culpa realmente la tengo yo.
Podría haberles advertido, sí.
Pero no DEBERÍA haberlo hecho.
Soy culpable, pero no me arrepiento.