12 de octubre de 2020
Josefina
Josefina sabe que este sacrificio lo hacemos por el bien común.
Procura bajar solo una vez por semana a reponer alimentos -se organiza bien con la lista de la compra- y siempre con guantes y mascarilla. Respeta las distancias mínimas en el super y no se toca nunca la cara. Tiene especial cuidado cuando pesa la fruta y las verduras.
No como la pareja de esta mañana, que cogió unas cuantas naranjas entre los dos con las manos desnudas. ¿Acaso no saben que, aparte de exponerse ellos, también podrían propagar el contagio? En la cola, Josefina vio que ni siquiera compraron las naranjas que habían manoseado, solo un par de chocolatinas.
Artículos de primera necesidad, vamos.
Al volver a casa, Josefina se lava las manos un mínimo de veinte segundos, asegurándose de frotar bien con jabón toda la superficie de su piel: entre los dedos, debajo de las uñas, alrededor de las muñecas…
Pero en un estudio apartamento de 25 m2, por mucha solidaridad que tenga la mujer, el confinamiento se hace duro. Las cuatro paredes de su casa son como una segunda piel que encarcela a su cuerpo. Una piel estática que no deja pasar oxígeno, una piel que no da de sí.
Una piel que, después de casi dos meses de encierro, se ha ido resecando, contrayéndose, reduciendo todavía más el pequeño espacio en el que habita.
Y estando dentro de esta piel artificial y asfixiante, a lo largo de todo el día, el agobio le puede. Se le corta la respiración al tiempo que su corazón le sale por el pecho y nota una extraña sensación, casi dolorosa, de calor en sus venas. El insoportable efecto de las ansias de libertad.
Si tan solo pudiera estar en la calle.
Pero bueno, hay que aguantar. Por el bien de todos. Solo falta una semana más.
Josefina ha aprendido que es importante tener una rutina. Comienza la mañana con una sesión de yoga online. Luego, se pone a trabajar con el ordenador. A las catorce horas en punto, prepara la comida y después, se toma el café.
El café es el mejor momento del día, un descanso para desconectar unos segundos de la dura nueva realidad.
A Josefina le gusta el café dulce, pero muy dulce, que solo quede una ligera nota de la amargura original del sabor. Con dos cucharadas de azúcar, por lo menos.
Justamente ahora ha puesto la cafetera en el fuego. Mientras empieza a burbujear el depósito, Josefina mira por la ventana de la cocina. Los vecinos de en frente han traído a amigos, una vez más, a pasar la tarde en la terraza a escondidas. Se lo están pasando en grande, cada uno con un cubata en la mano, disfrutando de la tarde soleada como si fuera una tarde cualquiera.
Qué inconscientes.
Abajo, en la calle, va caminando un señor con la bolsa de la compra, una sonrisa de insufrible felicidad en la cara. Será la cuarta vez que le ve dar la vuelta a la manzana hoy.
Qué sinvergüenza.
Por culpa de gente como ellos, estamos como estamos. ¿Si puede hacer Josefina el esfuerzo, no lo pueden hacer también ellos?
La gente como siempre, saltándose las normas en detrimento de los demás.
Y así va el país.
Josefina sacude la cabeza, indignada. Duda, pensando si debería denunciar el guateque de los vecinos en la azotea. Se lo habrían buscado, al final.
Antes de decidirse, la cafetera empieza a echar vapor.
El café ya está listo.
Josefina echa el líquido caliente en su taza y coge el bote de azúcar de la encimera.
Está vacío, se lo había terminado ayer.
Se olvidó de comprar esta mañana. Qué rabia. Con lo que le gusta el café dulce.
A Josefina, ese momento de placer no se lo quita nadie.
Jadeando tras subir la escalera de su edificio, Josefina observa con satisfacción que el café todavía está caliente.
Deja el tique de la compra en la mesa y echa tres abundantes cucharadas de azúcar en la taza.
Respirando hondo, saborea el olor del café antes de tomar el primer sorbo.
Los vecinos de en frente ya han puesto música y están bailando. El hombre de abajo ya va por su quinta vuelta a la manzana.
Josefina frunce el ceño y saca el móvil del bolsillo. Mira la pantalla negra unos segundos.
Duda. No lo desbloquea.
Lo vuelve a meter en el bolsillo.
Cierra los ojos y toma otro largo sorbo de su dulce café.
Josefina nota que las cuatro paredes de su casa ya no son tan oprimentes. Ya no nota el agobio en el pecho. Apenas nota la segunda piel.