29 de octubre de 2020

Revisión de calderas

El café está casi listo cuando suena el telefonillo.

– ¿Quién es?

Carraspea. Luego una voz masculina me llega a través del aparato.

– ¡Muy buenos días! Vengo a revisarle la caldera.

– Ay, sí. Ya me comentaron que venía hoy. Suba, por favor.

Doy al botón y le abro el portal.

Desde el interior del piso, se oye como sube estruendosamente la escalera. Parece que va cargado. Llegado al rellano, pulsa el timbre. Está jadeando.

– ¡Voy!

Al abrir la puerta, me encuentro con un señor cincuentón de aspecto afable, aunque poco agraciado. Viste el típico polo de uniforme, las axilas ligeramente manchadas de color amarillo por el sudor. Hace calor hoy. Incluso a un metro de distancia, puedo observar los lentes rayados de sus gafotas. El poco pelo que tiene en la coronilla está despeinado. Además, parece que olvidó afeitarse esta mañana.

Dibuja una leve sonrisa. Se nota que no tiene mucha afinidad con el dentista.

– ¡Buenos días! ¿Me dice dónde está la caldera? Si esto no tardará nada…

– Claro que sí. ¿Me enseña su identificación, por favor?

– Desde luego. Además, hace bien en pedírmela.

Rebusca entre sus bolsillos y saca una arrugada tarjeta laminada.

– Aquí la tiene.

La miro.

– Muy bien. Gracias. Pase, por favor.

Entra por la puerta y se queda en la entrada, jugueteando con las hebras de cabello encima de la cabeza.

– El otro día fui a casa de una mujer mayor. Todo un personaje. Muy particular. Una pija de ésas, ¿sabe? En su casa tenía de todo, y a la vista. Joyas, cuadros y tal. Pues no me pidió el carné. Y yo le dije, señora, tenga usted cuidado. Que yo soy uno de los buenos, pero hay mucha sinvergüenza por ahí. Entran en la casa y se lo llevan todo, hasta le podrían hacer daño. Como le digo, yo soy uno de los buenos, pero, ¿y si no lo fuera?

– Ya, hay que tener mucho cuidado, está claro.

– Y luego va y me dice, pero si yo sabía que usted venía de la empresa. Por su camisa. Tiene el logo. Y yo digo, pero ¿cómo puede saber que soy de la empresa por la camisa? ¡Si esta camisa podría habérmela hecho yo, o haberla comprado en cualquier sitio! Como le digo, yo soy uno de los buenos, pero ¿y…si…no…lo…fuera?

Me mira con cara severa, acordándose de la señora imprudente.

– Menos mal que no era ladrón entonces, sí – le dije.

– Ya le digo. Bueno, y la caldera, ¿me dice dónde está? Yo esto lo hago en un momento, no le voy a entretener mucho tiempo.

– Sí, sígame por favor. Por aquí.

Recorremos el pasillo hasta llegar a la cocina. El café está hirviendo.

– Está allí, al fondo, en el…

– ¡Por Dios! Qué rico huele el café – me corta.

– ¿Quiere un café?

– No, no, muchas gracias, no se preocupe. No tengo mucho tiempo.

– Como quiera. Hay hecho, si quiere. Lo que le decía, la caldera está allí, en el armario.

Deposita sus dos maletas de herramientas en el suelo.

– El café me encanta, pero si me tomo uno, me pongo a hablar. No lo puedo evitar. Es por costumbre. Si no, yo no hablo mucho, pero es que el café me puede.

Me fijo en la caldera y veo que hay especias, utensilios de cocina y platos sucios debajo.

– Ya. ¿Le quito las cosas de debajo de la caldera? Igual le incomodan.

– No, si no molestan – comenta mientras lo descoloca todo y lo esparce encima de la encimera de la forma más desordenada. – Lo que sí me haría falta es un taburete o una silla, si tiene.

Veo que la caldera está a una altura bastante elevada.

– Claro. ¿Esto le sirve?

Le tiendo un bajo taburete de madera.

– De lujo. Gracias.

Se sienta encima y se limpia la frente con la mano. Sigue jadeando. Se toca el escaso pelo que brota de su calvicie una vez más. Tras unos veinte segundos, se vuelve a poner de pie y quita el asiento de en medio.

– Qué calor hace, ¿verdad?

– Pues sí. Ya vamos entrando en el verano.

Abre la puerta del armario que alberga la caldera. Parece que llega sin problemas.

Le observo trastear mientras me sirvo el café.

– Es que, de verdad, huele tan bien el café recién hecho, ¿a que sí?

– ¿Seguro que no quiere?

– No, no. De verdad. Que no hay tiempo para eso. Que luego nos enredamos.

– ¿Un vaso de agua, al menos?

– Tampoco. Se lo agradezco, pero me queda una jornada muy larga. Si esto solo será un momento.

– Muy bien. ¿Qué le parece la caldera? ¿Está todo en orden?

– Sí, sí. No se preocupe por eso. Si le pasa algo, ya la arreglaré yo. Que para eso estoy. – Saca un destornillador y un metro. – ¿Sabe lo que me preocupa a mí? – me mira con cara consternada.

– ¿El qué? – pregunta, repentinamente preocupado.

– El calentamiento global. Y las guerras. En serio, lo estaba pensando esta mañana. Es que estamos todos tontos, si no hacemos nada al respecto. ¿Y por qué? Para que se lleven la pasta los de siempre.

Tomo un sorbo de café.

– Pues sí, es preocupante. – le contesto.

– Eso digo yo. Pero parece que los demás no se preocupan como nosotros. ¿No cree? Como si nadie más se diera cuenta. Es que usted y yo somos pensadores los dos, se nos nota. Usted tiene cara de pensar mucho.

Asiento con la cabeza mientras saco el móvil del bolsillo. Miro la pantalla de reojo.

– Yo me encuentro con toda clase de gente con este trabajo, ¿sabe? Como la pija ésa, la que le decía. Para colmo, me puso una mala calificación. No sé por qué. ¡Si acabamos jugando a las cartas! Y yo que pensé que le había caído bien. Claro, igual no le gustó que jugáramos. Yo qué sé. Además, hay que tener cuidado. Mire, la semana pasada a un compañero mío le cayó una denuncia. La piba dijo que le quería violar, pero él me ha contado que le estaba insinuando y se cabreó cuando se fue sin hacerle caso. Yo creo que no hay que acercarse demasiado a la gente.

– Supongo que no. No quedaría muy profesional.

– Yo siempre digo, la profesionalidad, ante todo.

– Claro que sí.

Vuelvo a mirar el móvil.

-Bueno pues, esto ya está – cierra la puerta y coloca un recibo en la mesa. – Menos mal que ha sido rápido, con el curro que me queda para hoy. ¿Me echa una firmita aquí por favor?

– ¿Aquí?

– Sí, allí, donde pone <cliente>.

Garabateo mi firma.

– Pues listo. – Le doy el recibo y me dispongo para dirigirme hacia la puerta. Veo que se ha vuelto a sentar en el banquete apartado a un lado.

– A mí también me ha pasado alguna vez, ¿sabe?

– ¿Qué le ha pasado? – le contesto, poniendo la taza de café encima de la mesa.

– Que me han insinuado.

– No me diga.

Se ríe, pasando la mano por encima de la cabeza.

– Sí, sí. Como lo oye. Fui a arreglar unas tuberías por Chueca. Y no es que yo tenga nada en contra de los homosexuales, ni nada de eso. De hecho, mi sobrino también lo es. Pero él es un chico muy normal, nadie diría que lo fuera. No como estos dos… Tenían unas pintas. Fui a su casa y los gritos que pegaban desde la habitación, ni me quería imaginar lo que estaban haciendo. Es que los gays tienen mucho vicio, o al menos eso me han dicho.

– Tenía que ser un poco embarazosa la situación, sí.

– Efectivamente. Y luego sale uno de ellos en calzoncillos. ¡En calzoncillos! De éstos, así como muy cantosos, de colores – dice mientras dibuja la línea imaginaria del slip encima del pantalón.

– Vaya.

– Ya. Decía que venía a por un vaso de agua, pero yo no soy tonto. No, señor, tonto no soy. Y yo le dije: hombre, ya sé que muchas pelis porno comienzan así y que soy un hombre atractivo – se echa a reír a carcajadas, dejando al descubierto una boca desprovista de unos cuantos dientes –. Pero a mí me van las tías. Me gustan las mujeres. Se lo dejé claro, pero bien clarito, ¿sabe?

– Pues muy bien.

– Si, porque si no, imagínese. Pero luego el muy joputa también me puso una mala calificación. Como la pija. Y mi jefe me echó la bronca, porque, claro, ya llevaba dos.

– Vaya por Dios – Nos miramos a los ojos. Suspiro -. Bueno pues, ya está todo entonces, ¿verdad?

– Sí, sí. Tranquilo. Si ya está todo hecho. Ya me voy yendo, me quedan muchos clientes todavía.

– Perfecto. Mucho ánimo, entonces.

Me encamino otra vez hacia el pasillo.

Carraspea.

– Pero luego había otra. Ésa sí que estaba buena. Así como muy jovencita, ¿sabe lo que le digo?

Me vuelvo a dar la vuelta.

– Ah, ¿sí?

– Sí, sí. Bombón, bombón. Vivía sola. Lo sé porque me lo dijo. Creo que le gustaba. Salió de la ducha en toalla, pero una toallita pequeñita. Así- dijo, mostrando el diminuto tamaño de la tela con las manos, como si la llevara él -. La pobrecita estaba fatal. Necesitaba dinero, decía. Cincuenta euracos. No sé por qué me lo decía a mí, si yo soy un humilde fontanero. Supongo que necesitaba hablar, estaba muy sola. Me invitó a un café. Y como no, nos pusimos a hablar. Ya le he dicho que el café me puede. Pero cuando me puso la mano encima de la rodilla, pensé: esto ha ido demasiado lejos. Y me fui cagando leches. ¡Si yo tengo mujer!

– ¿Sí?

– Sí, 34 años casados. Aunque últimamente está algo mosqueada conmigo. Dice que no me comunico con ella. ¿Qué culpa tengo yo si no hablo todo el rato como ella?

– Supongo que cada uno tendrá su forma de ser.

– Ya, pero es que ella eso no lo entiende. Bueno, que ya me ha entretenido usted bastante. Se nota que le gusta hablar, ¿eh? Lo siento, pero ahora sí que me tengo que ir.

– No se preocupe. Yo también tengo mucho lío.

Vamos los dos a la puerta. La abro. Ya en el umbral, se da la vuelta.

– ¿Sabe que la niña ésa también me puso una mala calificación?

– ¿También?

– Sí. Yo creo que a lo mejor estaba enfadada conmigo por…por…bueno, ya sabe a qué me refiero.

– Quizá.

– Usted no me va a poner una mala calificación, ¿verdad?

– Desde luego que no. Tranquilo.

– Menos mal. Yo esto no lo entiendo. Es que la gente se ha vuelto muy tiquismiquis y se molesta por cualquier chorrada.

Nos damos la mano.

– No se preocupe, a mí me parece que ha hecho muy bien su trabajo. Muchas gracias por todo. Que le vaya bien.

– De nada, hombre. Un placer. Hasta luego.

– Venga, hasta luego.

Antes de cerrar la puerta, le oigo susurrar:

– Qué rico huele el café, por Dios.

Y baja las escaleras, cargando sus maletas.

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