29 de octubre de 2020
Madrid es una dama
Madrid es una ciudad que, cuando se despierta, es como una dama que se levanta por la mañana, que se pone un vestido precioso y elegante.
En las últimas semanas, y por desgracia, la dama no ha tenido las fuerzas para vestirse. Enferma, se ha quedado desnuda en la cama, debajo de una oscura y pesada manta.
Pero esta mañana, por fin y tras un largo letargo, Madrid ha comenzado a desperezarse, para cubrir de nuevo su desnudez con el vestido.
Yo he sido testigo de momento tan íntimo.
Al salir por el portal a primera hora, noté el olor a verde entremezclado con orina de perro, cuyas manchas se confundían con las grietas de donde salían los pequeños brotes de hierba en la acera.
Cantaba un pajarito desde la rama de un árbol delante de mi edificio.
Pío-pío-pío. Una canción alegre.
El sol primaveral -ya casi veraniego- me calentaba la piel.
Bajando la calle, constaté que la pastelería ya había abierto sus puertas.
Solo para llevar.
En la puerta, la gente no hacía cola, precisamente. Las personas más bien formaban una agrupación caótica de cuerpos, sin delimitación fija. Eso sí, mantenían dos metros de distancia entre todos.
Casi pude saborear el café y los bollos recién horneados al pasar por delante.
Después de girar en la esquina, me fijé en el gran ventanal del coworking del barrio. Había tres personas dentro, cada una de pie detrás de su escritorio. Estaban bailando al son de una música que no logré escuchar. Por sus ojos, parecían divertirse, aunque sus mascarillas me impidieron vislumbrar la sonrisa que seguramente tenían en los labios. Al sentirse observado, uno de ellos me saludó con la mano.
Devolví el saludo para continuar calle abajo.
Se levantó una brisa refrescante, una sensación agradable en mi cabeza con el pelo incómodamente largo después de tanto tiempo de confinamiento.
Vi que, de frente, venía una señora con su perro. Una señora de esas que tienen un talento especial por ocupar toda la acera, resultado del delicado baile entre zigzagueo aleatorio y un constante tira y afloja de la correa. Llevaba tacones y guantes de goma. Altiva, hermosa, imponente.
Me miraba fijamente, sin echarse a un lado.
En otro momento, me hubiera molestado.
Pero ahora ya no importaba. Esta vez, estaba encantado de apartarme yo del camino.
No se dio cuenta de mi gesto con la cabeza, a modo de despedida, cuando pasé a su lado.
Ya dada la vuelta a la manzana, tenía que cruzar la calle para volver a casa. Un taxi estaba esperando en el semáforo, un pequeño cartel en el lateral del coche.
En medio del paso de peatones, me paré para entrecerrar los ojos, intentando descifrar su mensaje: DESINFECTADO TODOS LOS DÍAS CON OZONO.
De pronto, me sorprendió el sonido del claxon.
-¡Date prisa, hostia! -me gritó el taxista desde la ventanilla.
Le sonreí antes de seguir mi camino.
Al meter la llave en el cerrojo del portal, escuché que el mismo pájaro de antes seguía con su canción.
Pío-pío-pío.
Qué alegría que Madrid se haya despertado, que vuelva a ponerse un vestido tan precioso.
Puede que no sea exactamente del mismo color que el de antes.
Pero es igual de bonito.